Seducida por el Diablo

Seducida por el Diablo

Lola OrozcoLola Orozco

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Capítulo 1 1

POV Amaya:

El limpiaparabrisas de mi auto se movía de un lado a otro con ese chirrido irritante que llevaba meses ignorando. Debía cambiarlos, lo sabía, pero nunca encontraba el tiempo. La tormenta había comenzado media hora atrás y ahora golpeaba el techo del auto como si quisiera atravesarlo. Tenía los hombros tensos, la espalda me dolía y solo quería llegar a mi casa, quitarme esos zapatos de mierda, meterme en la cama y dormir diez días seguidos.

Había pasado cuatro horas revisando planos en una obra a las afueras de la ciudad. El contratista era un idiota que no entendía la diferencia entre un muro de carga y un tabique divisorio, y tuve que explicarle tres veces por qué no podía eliminar esa columna sin que todo el segundo piso se viniera abajo. Cuatro horas perdidas que podría haber invertido en terminar el diseño del proyecto de la biblioteca municipal.

La carretera estaba prácticamente vacía, solo yo y la lluvia. El GPS marcaba que faltaban diez minutos hasta mi casa. Podía aguantar diez minutos más.

Entonces vi las luces.

O no, primero escuché el estruendo, en realidad, y luego vi el destello de los faros girando fuera de control hacia el lado derecho de la carretera. Frené tan fuerte que el cinturón se me clavó en el pecho y el auto patinó unos metros antes de detenerse.

Mierda. Mierda, mierda, mierda.

Puse las luces de emergencia. Mis manos temblaban cuando agarré el teléfono. ¿Llamaba primero o iba a ver? No, tenía que ir a ver. El otro auto, un Mercedes negro, había chocado contra un árbol. Bueno, más bien se había incrustado en él. El frente estaba completamente destrozado, y el capó levantado en un ángulo que no tenía sentido.

Salí del auto y la lluvia me empapó en segundos. El viento me pegaba el cabello a la cara y tenía que entrecerrar los ojos para ver algo. Corrí hacia el Mercedes y, Dios, había tanto vidrio en el suelo. Cristales por todos lados, algunos pedazos grandes, otros diminutos.

—¿Hola? —grité—. ¡Ey! ¿Hay alguien ahí?

Me acerqué a la puerta del conductor. Estaba abollada, el metal retorcido hacía adentro. A través de la ventana rota vi a un hombre desplomado sobre el volante. Tenía sangre en la cabeza, en la camisa blanca, en las manos.

Santo Dios.

Traté de abrir la puerta, pero no cedía. La jalé con ambas manos, usando todo mi peso, y finalmente se abrió con un ruido horrible. El hombre cayó hacia un lado y pude verlo mejor. Debía tener unos treinta y tantos años, quizás. Su cabello era oscuro, y estaba mojado por la lluvia que entraba por el parabrisas roto. Tenía un corte profundo en la frente y su respiración era irregular.

—¿Hola? ¿Me escucha? —le dije, tocándole el hombro. Nada—. Oiga, tiene que despertarse.

Busqué el pulso en su cuello. Estaba ahí, débil pero constante. Bien, eso era bueno.

Saqué mi teléfono para llamar a emergencias, pero la señal... no había señal. Por supuesto que no. Estábamos en medio de la nada y la tormenta probablemente había tumbado alguna torre.

El hombre hizo un sonido, algo entre un gemido y un jadeo. Sus párpados se movieron pero no se abrieron.

—Voy a sacarlo de aquí, ¿está bien? —le dije, nerviosa—. No se mueva, ¿sí? Bueno, no creo que pueda moverse, pero... solo no se muera.

Qué cosa más estúpida para decir. ¡Como si él pudiera elegir!

Desabroché su cinturón de seguridad y traté de levantarlo. Pesaba muchísimo, era todo músculo sólido bajo esa camisa empapada. Lo agarré por debajo de los brazos y tiré. Él gimió de nuevo y yo murmuré disculpas que probablemente no escuchaba. Me tomó tres intentos sacarlo del auto y cuando finalmente lo logré, casi nos caímos los dos al suelo lleno de lodo.

La sangre. Había tanta sangre. Me manchaba las manos, la ropa, y no sabía de dónde venía toda. El corte en su frente no podía estar sangrando tanto, ¿o sí? Revisé su torso y encontré otra herida en el costado derecho, justo debajo de las costillas. Su camisa estaba empapada ahí, oscura y pegajosa.

Mi casa estaba a menos de diez minutos. Si esperaba allí a que llegara una ambulancia, suponiendo que pudiera llamar a una, podía tardar como una hora o más con esa tormenta. Él no tenía una hora.

—Está bien —le dije, aunque no estaba segura de si me hablaba a mí misma o a él—. Te voy a llevar a mi casa. Es cerca. Aguanta, ¿sí?

Lo arrastré hasta mi auto, lo cual fue un desastre absoluto, pues resbalé dos veces en el lodo. Y no era para menos: él pesaba como cien kilos y yo medía uno sesenta y cinco en un buen día. Pero finalmente lo metí en el asiento trasero, recliné su cabeza contra la ventana y corrí al asiento del conductor.

Conduje rápido, demasiado rápido para la lluvia y la visibilidad de mierda, pero ¿qué otra opción tenía? El hombre estaba respirando raro, con pausas largas entre cada inhalación que me aterraban. Seguía hablándole, cualquier tontería que se me ocurría, solo para mantenerlo consciente.

—Soy arquitecta, ¿sabes? Paso todo el día con planos y estúpidos contratistas que no entienden nada. Hoy uno quería eliminar una columna estructural. Una columna estructural. ¿Puedes creerlo? Le dije que si hacía eso...

Él hizo un sonido. Algo parecido a una palabra pero no pude entenderla.

—¿Qué? —Miré por el espejo retrovisor. Tenía los ojos entreabiertos—. Oye, no, mantente despierto. Ya casi llegamos. Dos minutos. Tres como máximo.

Llegué a mi casa en tiempo récord y casi atropello los dos arbustos del jardín delantero al estacionar. Salí, abrí la puerta trasera y lo saqué otra vez, otro forcejeo brutal que me dejó sin aliento. Logré llevarlo hasta la puerta principal, abrirla con el codo mientras lo sostenía, y arrastrarlo hasta la sala.

Lo acosté en el sofá gris. Bueno, más bien lo dejé caer ahí porque ya no podía más. Corrí a la cocina por toallas y por el botiquín de primeros auxilios que tenía guardado en el estante superior y que nunca había usado. Mis manos temblaban tanto que se me cayeron las tijeras dos veces antes de poder agarrarlas bien.

Le corté la camisa. Tenía el torso lleno de moretones y esa herida en el costado seguía sangrando. Presioné una toalla contra ella, fuerte, y él gritó y se retorció bajo mi mano.

—Lo siento, lo siento, pero tengo que... tienes que aguantar.

¿Dónde carajos estaba mi teléfono? Lo había dejado en el auto. No, espera, estaba en mi bolsillo trasero. Lo saqué y esta vez había señal, gracias a Dios. Llamé al número de emergencias con una mano mientras mantenía presión sobre la herida con la otra.

La operadora me hizo mil preguntas. Que si sabía qué le había pasado, que si estaba consciente, que si respiraba normal. Le dije todo lo que pude mientras veía cómo la toalla se empapaba de rojo. Me dijeron que tardarían veinte minutos, quizá más por la tormenta.

Veinte minutos.

Colgué y seguí presionando. El hombre tenía los ojos cerrados otra vez y su piel estaba pálida, demasiado pálida. Revisé su pulso, todavía estaba ahí pero más débil.

—No —le dije—. No, tú no te me puedes morir aquí en mi sofá. ¿Me oíste? Manché este maldito sofá por ti, así que más te vale sobrevivir.

No respondió. Obviamente.

Pasaron diez minutos. Quince. Yo seguía hablando, sin sentido, contándole sobre el proyecto de la biblioteca, sobre Leonardo y cómo íbamos a casarnos en seis meses, sobre Marina, mi mejor amiga, y su obsesión con las plantas que siempre se le morían. Cualquier cosa para llenar el silencio.

Y entonces él abrió los ojos.

No entreabiertos esta vez: los abrió completamente y me miró directo a la cara. Tenía los muy ojos oscuros y había algo en ellos que... no lo sé. No podía explicarlo. No era miedo ni confusión. Era otra cosa: algo oscuro que me hizo querer retroceder, pero no pude porque tenía mis manos presionando su herida.

Trató de hablar pero solo salió un sonido ronco. Le puse la otra mano en el hombro.

—No hables —le dije—. La ambulancia ya viene, vas a estar bien.

Él siguió mirándome, muy intenso. Demasiado intenso para alguien que estaba medio muerto hacía un minuto. Luego sus ojos se cerraron otra vez y su cuerpo se relajó.

Los paramédicos llegaron siete minutos después. Entraron con sus equipos y sus voces profesionales, me hicieron a un lado y se pusieron a trabajar. Yo me quedé ahí parada, con las manos cubiertas de su sangre, viendo cómo lo estabilizaban y lo subían a una camilla.

—¿Viene con nosotros, señorita? —me preguntó uno de ellos.

Negué con la cabeza. No sabía por qué. Debía ir, ¿no? Pero algo me decía que no lo hiciera. Que ya había hecho suficiente. Que tenía que alejarme de eso, de él, antes de...

¿Antes de qué?

—No —dije—. No, yo... tengo que limpiar. Y llamar a... hay cosas que...

El paramédico asintió, comprensivo, y se fueron. Los vi salir bajo la lluvia que seguía cayendo, subir al hombre a la ambulancia y partir con las sirenas encendidas.

Cerré la puerta y me quedé ahí en mi sala, mirando el sofá manchado de sangre y las toallas rojas en el suelo. Mis manos estaban temblando otra vez. De hecho, todo mi cuerpo lo estaba.

¿Qué demonios acababa de pasar?

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