Una concubina para el CEO virgen.

Una concubina para el CEO virgen.

Diego AlmaryDiego Almary

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Capítulo 1 1.

Ahora era una esclava. Amaranta lo sabía y nadie tenía que decirle aquella verdad para que fuese consciente de su realidad. Las deudas que había acumulado su padre en aquel casino la habían orillado hasta ese extremo: la estaban convirtiendo en una esclava, porque no había otra palabra para definir aquello en contra de su voluntad.

De pie, ante una fila de muchachas de su misma edad, esperaban ansiosamente a que llegara su nuevo comprador. Claro que nadie lo llamaba de esa manera; la matrona que la había maquillado y preparado para el momento los llamaba como “el jefe”. Pero Amaranta sabía muy bien lo que era; todos, en realidad, sabían muy bien que el apellido Belmonte significaba riqueza, opulencia, pero sobre todo poder.

Un poder al que ni siquiera su madre había logrado oponerse cuando su padre, deseoso de pagar las deudas que había adquirido con el casino Belmonte, la había ofrecido como una pequeñita carnada, como un aliciente a sus enormes deudas de juego. Y eso era lo que Amaranta sabía que iba a pasar ahora en su vida: que sería nada más que una esclava.

Pero esperó pacientemente a que su nuevo dueño apareciera. Qué tan difícil podrían ser las hijas de los demás hombres  — vamos, endeudados hasta el pescuezo —  que habían sido “vendidas” al casino Belmonte para pagar las deudas. No eran más que camareras explotadas y agotadas. Amaranta estaba acostumbrada a trabajar hasta el cansancio, y era lo suficientemente inteligente para saber que podría huir si se lo proponía. Tal vez un largo año de trabajo fuera castigo corto si lograba pagar las deudas de su padre y encontraba una vida fuera de su agarre.

Pero sabía que algo era diferente, porque la misma matrona le había comunicado a una de sus ayudantes que el señor quería ver a las nuevas muchachas que entrarían a trabajar al casino. Era bastante extraño. Amaranta se imaginó lo peor. Había escuchado comentarios sobre aquel hombre refinado pero ruin, con una sonrisa elegante pero peligrosa como una navaja suiza.

El tiempo que esperó ahí, de pie, no hizo más que aumentar su nerviosismo. Hasta que entonces la puerta se abrió. No lo había visto más que en fotografías de las revistas de chismes, pero en persona era completamente imponente.

Un hombre alto, de hombros anchos. En su juventud debía haber sido un roble imponente, pero ahora no era más que un hombre entrando en la ancianidad, con el gesto huraño pero la mirada ávida que se paseó por todas las muchachas que estaban de pie frente a él.

— aquí están, como me lo ordenó  — dijo la mujer.

Ella también estaba elegantemente vestida, como todas las personas que trabajaban en el casino, y, aparte de la demacrada peluca y el vestido desgastado de tanto uso, parecía una mujer atractiva en sus enteros cabales.

— Solo que no sé muy bien para qué las quería ver, señor.

— ¿Son las hijas de los deudores?  — preguntó el hombre en una voz tranquila y apaciguada, pero que no ocultaba ni por un segundo aquel misterioso poder que lo rodeaba.

— Sí, señor. Son las hijas de cada uno de ellos, tal como lo pidió.

El hombre pasó de nuevo la mirada en dirección a las muchachas. Aquella mirada fue un tacto frío sobre sus espaldas.

Y entonces, tal como lo suponía en sus pesadillas cada noche, Amaranta parecía ver el futuro de sus desgracias, porque el hombre posó sus ojos en ella y se acercó caminando despacio.

— Si a mi hijo le gustan las mujeres como me gustan a mí, entonces esta será perfecta  — dijo así, sin más.

Y Amaranta sintió cómo todo su estómago se revolvía en su interior. Ella no era especialmente la más atractiva: era más bien delgada, un poco tonificada por el año de entrenamiento al que la sometió su padre, con el cabello oscuro, tremendamente largo, y los ojos verdes como los de una esmeralda. Pero a sus veintidós, Amaranta se veía a sí misma como una muchacha del común.

Pero para aquel hombre era la pieza perfecta que encajaba en su rompecabezas.

— Llévense a las otras al casino y enséñenles el trabajo. Sígueme, muchachita.

El hombre salió del lugar con paso acelerado y Amaranta se quedó un segundo de pie, sin saber muy bien qué era lo que debía hacer, hasta que la matrona le dio un puntapié en las nalgas para que avanzara.

Los pequeños tacones que envolvían los delicados pies de Amaranta resonaron por el pasillo mientras seguía aquel hombre, y luego se introdujo en un elevador. Amaranta dudó por un solo instante, pero luego obedeció. Tenía que pagar la deuda de su padre; le había prometido a su madre que haría lo que fuese necesario para conseguirlo.

El hombre la miró de los pies a la cabeza a través del espejo del elevador, con una mirada cargada de un poco disimulado deseo.

— Le gustarás.

— Disculpe, señor  — se atrevió a interrumpirlo Amaranta, antes de que el hombre iniciara un discurso de quién sabe qué.

Él la miró entrecerrando los ojos, como si contuviera el deseo de golpearla.

— ¿Qué?  — preguntó él.

— ¿No voy a trabajar en el casino como las demás?

— No  — le dijo el hombre — . Tú tienes una misión muchísimo más especial. ¿Has escuchado hablar de mi hijo?

Amaranta asintió.

— ¿Qué has escuchado hablar?  — preguntó.

Amaranta no quiso decirlo; le pareció irrespetuoso. Pero los ojos azules del hombre, clavados en ella, la hicieron pasar saliva.

— Leí en una revista una vez que decían que era gay.

El hombre le dio un fuerte puño al espejo, tan fuerte que este se fracturó como una telaraña.

— ¡Patrañas!  — dijo con rabia — . Mi hijo es un hombre de verdad. Pero le ha gustado jugar a las escondidas, y esta vez no se va a esconder de mí. Ya eres una concubina.

Cuando Amaranta escuchó aquella frase sintió que todo el cuerpo se le llenaba de un frío y una debilidad que le hizo temblar las rodillas.

— Así que ya no importa. Esta noche vas a entrar a la recámara de mi hijo y vas a ayudarlo a convertirse en un hombre de verdad. Le vas a quitar la virginidad y ayudarás a callar aquellos rumores.

Cuando el hombre vio la palidez del rostro de Amaranta, se acercó a ella, tanto que pudo percibir su caro perfume.

— Recuerda que si no lo haces, no solo no perdonaré la deuda de tu padre, sino que mañana tu precioso rostro aparecerá en los obituarios.

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