Capítulo 2 — Una boda que no es mía
—Sí, acepto— susurré, y en ese momento, volví a la realidad.
Dos palabras. Dos malditas palabras. Todo lo que había sucedido en los últimos dos meses, todo el dolor acumulado desde el accidente, me golpeó como una ola fría. Bella seguía en coma— inmóvil, atrapada entre la vida y la muerte. Y yo… yo estaba aquí, en el altar, sellando un futuro que no elegí, despojada de mi existencia, mi identidad y mi libertad.
Llevaba un vestido que ella eligió, un peinado pensado para ella, y estaba junto a un novio que la amaba. Levanté la mirada y lo vi.
Gael Moretti sostenía mi mano con una firmeza contenida, tan neutral como un hombre de negocios firmando un contrato. Una sonrisa sutil y educada jugaba en sus labios, pero sus ojos contaban una historia diferente. Estaban duros. Tensos. Como si cada segundo de esta ceremonia fuera una sentencia.
Y lo era. Para ambos.
Esto no era una boda. Era una sentencia.
El beso que siguió fue apenas un roce. Un toque en la mejilla, lo suficientemente cerca de mis labios para engañar a los testigos, los fotógrafos, los socios comerciales. Pero lo suficientemente lejos como para que yo supiera que él no tenía intención de fingir más allá de lo necesario. Fue el beso más vacío que podía imaginar, y aun así, selló la farsa que ahora llevaba mi nombre.
Los aplausos resonaron. La música se intensificó. Las puertas del salón se abrieron, revelando una celebración cuidadosamente orquestada, y todo lo que quería era desaparecer.
La recepción fue impecable, como algo sacado de una revista de bodas de lujo—nada que yo hubiera elegido, pero todo lo que ella hubiera amado. Las arañas de cristal brillaban como estrellas sobre nosotros, los arreglos florales eran exuberantes y delicados, y los invitados reían, bebían y brindaban como si vivieran un cuento de hadas.
Yo no era la princesa. Era la sustituta.
Cada palabra que escuchaba se sentía distante. Sonrisas falsas. Felicitaciones vacías. Comentarios sobre lo radiante que me veía, lo afortunado que era Gael. Asentía, sonreía, levantaba mi copa… y por dentro, lo único que quería era gritar.
Durante el vals, bailamos según el protocolo. Su mano en mi cintura era apenas un toque, su cuerpo rígido, distante. Nos movíamos como dos extraños obligados a compartir la misma historia.
Fue entonces cuando mi padre se acercó. Nos observaba como si admirara su obra maestra. Se inclinó hacia mí mientras girábamos lentamente bajo las luces del salón y susurró:
—No lo arruines, Aurora. Intenta ser más como Bella.
Luego se alejó con una sonrisa orgullosa.
Tragué el nudo en mi garganta y miré a Gael. No dijo nada. Ninguna palabra de consuelo, ningún gesto de complicidad. Simplemente mantenía el ritmo, contando los segundos hasta que el baile terminara. Como si él también quisiera fingir el menor tiempo posible.
Horas después, llegamos a la suite principal del hotel más elegante de la ciudad. La habitación parecía sacada de una fantasía romántica: pétalos de rosa cubrían la cama, una botella de champán reposaba sobre la mesa y las velas parpadeaban suavemente. Una escena perfecta para una noche que no sería.
Cuando la puerta se cerró, un silencio incómodo llenó la habitación. Gael se quitó lentamente el abrigo, colocó su reloj en la mesa y luego me miró. Sus ojos estaban fríos y su voz controlada.
—Antes de que vayamos más lejos, debemos dejar algunas cosas claras.
Permanecí de pie, descalza, aún con el vestido.
—Esto no es un matrimonio real —continuó—. Es un contrato. Un arreglo familiar. No necesitamos actuar cuando estemos solos.
Crucé los brazos. Sabía lo que iba a decir, pero aún así dolió.
—No tenemos que dormir en la misma cama. De hecho, no lo haremos. Yo usaré el sofá. No me interesa tu vida privada, y no espero que te involucres en la mía. Nos veremos cuando sea necesario—en cenas, reuniones y eventos. Nada más.
—¿Eso es todo? —pregunté con amargura.
—Eso es todo —repitió.
Asentí. Me quité lentamente los pendientes, dejando que el silencio llenara el espacio entre nosotros. Él se dio la vuelta, tomó una almohada del armario, pero antes de que pudiera dirigirse al sofá, su teléfono vibró.
Lo sacó del bolsillo, miró la pantalla y su expresión cambió. Solo un parpadeo, una ligera sombra en su rostro, pero la tensión en su mandíbula me dijo que algo no estaba bien.
—¿Qué pasa? —pregunté, aún con el vestido puesto.
No respondió. Se puso el abrigo de nuevo, guardó el teléfono en el bolsillo y se dirigió a la puerta.
—Gael…
—No salgas de esta habitación —dijo. Su tono era bajo pero firme.
—¿A dónde vas? —insistí.
Me miró, y por un momento... pensé que vi una grieta en su armadura. Algo que parecía preocupación, o tal vez rabia contenida.
—Tengo que ocuparme de algo.
Y con eso, se fue.
Cerró la puerta detrás de él, dejándome sola. En la habitación de una celebración que nunca ocurrió, en la noche que se suponía marcaría el comienzo de un nuevo capítulo. Pero todo lo que sentía era estar atrapada.
La cama permanecía intacta. Las velas aún parpadeaban. Y me senté allí en silencio, aún con el vestido, mirando la puerta como si fuera una barrera invisible entre el mundo que conocía... y lo que estaba por venir.
Porque algo me decía que esto era solo el comienzo.
Y no terminaría bien.